domingo, 4 de noviembre de 2012

el dilema de dilma



Entre el 2002 y 2010, años en que Luiz Inácio Lula Da Silva fue presidente, Brasil parecía imparable. El gigante latinoamericano crecía a una de las tasas más altas de la región. Se convirtió en un país modelo de bienestar para sus ciudadanos mientras consolidaba su posicionamiento global. Esta bonanza era posible gracias al excelente precio internacional de los commodities que le vendía a China: el mineral de hierro, soya y el petróleo.  Internamente, los abultados sueldos y la fácil disponibilidad del crédito catapultaban el consumo interno multiplicando así el dinamismo económico en la tierra del gran Pelé.

De pronto, el país se detuvo abruptamente. Para el 2011, el crecimiento del PBI fue de 2.7% y las predicciones más optimistas sitúan en 2% dicha cifra para al 2012. A pesar de la intervención gubernamental reduciendo las tasas de interés para préstamos, debilitando una moneda sobrevaluada y eliminando algunos impuestos, la economía pareciera no despegar.

Y es que Brasil es un lugar bastante caro para invertir y fabricar productos. Los sueldos se han elevado demasiado sin tomar en cuenta la verdadera productividad de un negocio. La infraestructura comercial es precaria. El aparato estatal ha crecido en forma desmedida. Los impuestos se llevan casi el 36% del PBI del país a pesar de que el 50% de la población no tiene sistema de desagüe. Dos tercios del presupuesto federal se va en pago de pensiones, salarios de lujo y otros gastos no discrecionales.

El fortalecimiento de la clase trabajadora como motor de la economía en Brasil, fue uno de los principales objetivos de Lula. En pocas palabras, el Robin Hood obtuvo una tajada más justa del pastel para la clase media y baja, pero luego, un gobierno federal  sobrealimentado, terminó por llevarse la torta con mesa y todo desalentando así la inversión. Entre el 2003 y el 2010 los sueldos del Sector Público crecieron a más del doble. El salario mínimo y las pensiones avanzaron mucho más rápido que la inflación. Actualmente el sueldo de un trabajador federal es casi el doble que el de un trabajador del sector privado que realiza un trabajo equivalente.

Hacer negocios en Brasil para un inversionista, continúa significando entonces lidiar con vías de comunicación en mal estado, altos costos de energía, rígidas leyes laborales  y una burocracia Byzantina. Si Brasil quiere continuar por la senda del crecimiento económico para el bienestar de su población, paralelamente a su legítimo interés en mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos, debe volverse nuevamente atractivo para las inversiones de envergadura, y para ello, debe atacar el problema de los elevados costos de producción.

Dilma Rousseff, actual presidenta de Brasil, ha declarado:“Necesitamos una mejor infraestructura para reducir los costos de producción para los negocios y los contribuyentes, pero más que nada, para asegurar más empleo y mejor remunerado para los trabajadores.”Recientemente ha invitado a diversos operadores a invertir  en autopistas y ferrocarriles, y se tienen planes para hacer lo mismo para los puertos y aeropuertos. Dilma sabe que necesita del sector privado para poder materializar la infreastructura que el país requiere. Se está debatiendo asimismo, reducir impuestos a la electricidad y algunos otros impuestos de planilla para las industrias.

Pero poner de pie nuevamente a un elefante no es tarea fácil. El exorbitante gasto federal es reflejo de un estado ineficiente. Los servidores públicos se oponen ferozmente a cualquier recorte de partidas del gobierno. El partido político de D. Rouseff Partido Democrático de los Trabajadores obtiene mucha de su fuerza electoral de los sindicatos de trabajadores públicos. Dilma debe entonces alcanzar un delicado balance entre abrirle las puertas de la inversión al resto del mundo y la defensa de los intereses de las mayorías que son simultáneamente su soporte electoral interno, y el fin supremo de las políticas nacionales.