Entre el 2002 y 2010, años en que Luiz
Inácio Lula Da Silva fue presidente, Brasil parecía imparable. El gigante
latinoamericano crecía a una de las tasas más altas de la región. Se convirtió en
un país modelo de bienestar para sus ciudadanos mientras consolidaba su
posicionamiento global. Esta bonanza era posible gracias al excelente precio
internacional de los commodities que
le vendía a China: el mineral de hierro, soya y el petróleo. Internamente, los abultados sueldos y la fácil
disponibilidad del crédito catapultaban el consumo interno multiplicando así el
dinamismo económico en la tierra del gran Pelé.
De pronto, el país se detuvo
abruptamente. Para el 2011, el crecimiento del PBI fue de 2.7% y las
predicciones más optimistas sitúan en 2% dicha cifra para al 2012. A pesar de
la intervención gubernamental reduciendo las tasas de interés para préstamos,
debilitando una moneda sobrevaluada y eliminando algunos impuestos, la economía
pareciera no despegar.
Y es que Brasil es un lugar bastante
caro para invertir y fabricar productos. Los sueldos se han elevado demasiado
sin tomar en cuenta la verdadera productividad de un negocio. La infraestructura
comercial es precaria. El aparato estatal ha crecido en forma desmedida. Los
impuestos se llevan casi el 36% del PBI del país a pesar de que el 50% de la
población no tiene sistema de desagüe. Dos tercios del presupuesto federal se
va en pago de pensiones, salarios de lujo y otros gastos no discrecionales.
El fortalecimiento de la clase
trabajadora como motor de la economía en Brasil, fue uno de los principales
objetivos de Lula. En pocas palabras, el Robin Hood obtuvo una tajada más justa
del pastel para la clase media y baja, pero luego, un gobierno federal sobrealimentado, terminó por llevarse la torta
con mesa y todo desalentando así la inversión. Entre el 2003 y el 2010 los
sueldos del Sector Público crecieron a más del doble. El salario mínimo y las
pensiones avanzaron mucho más rápido que la inflación. Actualmente el sueldo de
un trabajador federal es casi el doble que el de un trabajador del sector
privado que realiza un trabajo equivalente.
Hacer negocios en Brasil para un
inversionista, continúa significando entonces lidiar con vías de comunicación
en mal estado, altos costos de energía, rígidas leyes laborales y una burocracia Byzantina. Si Brasil quiere
continuar por la senda del crecimiento económico para el bienestar de su
población, paralelamente a su legítimo interés en mejorar las condiciones de
vida de sus ciudadanos, debe volverse nuevamente atractivo para las inversiones
de envergadura, y para ello, debe atacar el problema de los elevados costos de
producción.
Dilma Rousseff, actual presidenta de
Brasil, ha declarado:“Necesitamos una mejor infraestructura para reducir los
costos de producción para los negocios y los contribuyentes, pero más que nada,
para asegurar más empleo y mejor remunerado para los trabajadores.”Recientemente
ha invitado a diversos operadores a invertir
en autopistas y ferrocarriles, y se tienen planes para hacer lo mismo
para los puertos y aeropuertos. Dilma sabe que necesita del sector privado para
poder materializar la infreastructura que el país requiere. Se está debatiendo asimismo,
reducir impuestos a la electricidad y algunos otros impuestos de planilla para
las industrias.
Pero poner de pie nuevamente a un
elefante no es tarea fácil. El exorbitante gasto federal es reflejo de un
estado ineficiente. Los servidores públicos se oponen ferozmente a cualquier
recorte de partidas del gobierno. El partido político de D. Rouseff Partido Democrático de los Trabajadores
obtiene mucha de su fuerza electoral de los sindicatos de trabajadores
públicos. Dilma debe entonces alcanzar un delicado
balance entre abrirle las puertas de la inversión al resto del mundo y la defensa
de los intereses de las mayorías que son simultáneamente su soporte electoral
interno, y el fin supremo de las políticas nacionales.