México ha dejado de ser, hace varios
años ya, el paraíso turístico de antaño. Para todos nosotros, pueblos hermanos
hispano-americanos, es una herida abierta que no para de sangrar, una espantosa
realidad que ha costado ya la vida de más de 50,000 mexicanos en los últimos 6
años. Esta violencia se ha extendido social y geográficamente a gran velocidad
y, como sabemos, se origina de la pugna entre organizaciones dedicadas al
narcotráfico. Sin embargo, es la corrupción la que ha ocasionado que todo se
salga de control. Con autoridades que se venden por dólares manchados de coca y
de sangre, el crimen no paga sino que se reproduce. Cuando el juez teme por su
vida, no dictamina en contra del acusado. Políticos, jueces, Policía, Fuerzas
Armadas: todos ellos comprados o extorsionados para desfigurar la ley al antojo
del mafioso. Si no se encierra a los criminales, éstos continuarán con sus
actividades ilícitas acumulando más dinero para expandir sus operaciones y así
contratar cada vez un número mayor de criminales.
El papel de los Estados Unidos como
el mayor consumidor de drogas del mundo, ha venido siendo, por decir lo menos,
estratégicamente insuficiente. Una serie de escándalos en las últimas décadas
han dejado al descubierto que a pesar de los cientos o miles de millones de
dólares gastados en esta lucha que lleva varias décadas, el resultado es el fracaso.
Simplemente no hay interés en derrotar al narcotráfico porque la lucha contra
las drogas es un enorme negocio que asegura utilidades y prosperidad a costa
del presupuesto del gobierno y de la población contribuyente. Muchas empresas
que abastecen desde armas hasta aviones, uniformes, equipos de comunicaciones,
cárceles privadas, pero sobretodo, políticos en Washington D. C., se llenan los
bolsillos gracias a una guerra contra las drogas que se viene perdiendo hace más
de 40 años de manera intencional.
Las consecuencias vienen siendo ya de
proporciones apocalípticas para México, pues en muchas regiones el poder de
éstas organizaciones ha sobrepasado al del gobierno. Es la soberanía misma de
una nación la que está ahora en juego. El pueblo mexicano vive entre la
frustración por los líderes políticos que no presentan resultados positivos, y
el temor del crimen organizado dispuesto a cobrar cualquier vida que le plazca.
Desafortunadamente, no hay salida fácil
fuera de este laberinto. Primero, debe existir una decisión política para
enfrentar esta tragedia. En un país cuyos representantes son prácticamente
rehenes del poder de facto del narcotráfico, tomar acciones en contra de
aquellos, equivaldría a ponerse un fusil en la cabeza. Segundo, tomada tal
decisión, debe escogerse el camino a seguir : ceñirse a un marco legal regido
por convenciones internacionales o aplicar la “guerra sucia.” Siempre será altamente
deseable una solución pacífica, organizada, humanitaria, consensual,
político-social al asunto, pero la historia nos enseña a través de numerosos
ejemplos, que el único camino efectivo para obtener resultados ha sido,
desgraciadamente, la guerra sucia en contra de la guerra sucia.
En el caso peruano, los sanguinarios movimientos
terroristas de los ochentas e inicios de los noventas, fueron casi erradicados
por un poder en las sombras acaso más siniestro que los mismos Sendero Luminoso
y el MRTA. Al asumir la presidencia del Perú, el Ing. Alberto Fujimori en 1990,
encontró un país convulsionado por la violencia. Tomó entonces la decisión
política, para bien o para mal, de enfrentar el problema tomando un camino tan brutal
como ilegal. Vladimiro Montesinos, invisible asesor del Presidente, planeó y
ejecutó asesinatos selectivos valiéndose de Escuadrones de Aniquilamiento en
contra de las cabezas de tales movimientos subversivos. En las zonas rurales
alejadas de las ciudades y del alcance del Estado, dichos grupos crecían y se
mantenían vigentes casi sin control. Fue aquí donde el Ejército Peruano
perpetró verdaderos genocidios en Comunidades Campesinas donde cientos de justos
pagaron por algunos pecadores.
En Colombia, el gobierno de Alvaro
Uribe, admirado por el mundo entero por el éxito obtenido en devolver la paz al
país, en el 2006 enfrentó una grave crisis cuando se vinculó a muchos de los
miembros del entorno presidencial con paramilitares antioqueños o ejércitos
particulares responsables de asesinatos y exterminios extra-judiciales en
contra de las fuerzas insurgentes. Asimismo, el Ejército Colombiano tuvo activa
participación y responsabilidad en la creación de “falsos positivos”o
asesinatos de gente inocente en comunidades pobres con el fin de presentarlos
como terroristas abatidos en combate, mostrando así “grandes logros” en el
proceso de pacificación. Políticos de oposición al gobierno de Uribe, de igual
forma han sido amenazados de muerte abiertamente por los líderes paramilitares.
Las condiciones y el momento en que
llegará una determinación política similar en México, son aún muy inciertas.
Muy difícil predecir cuándo un líder político, arriesgando su vida y la de los
suyos, decida darle la espalda a los mismos barones de la droga que financiaron
su campaña hacia la presidencia. Mucho más difícil aún es pensar que el camino
a seguir no viole las convenciones internacionales sobre derechos humanos si es
que el supuesto régimen buscara obtener resultados concretos. Habrá de
producirse, casi con toda seguridad entonces, un gigantesco y doloroso baño de
sangre antes de poder respirar paz en tierras aztecas. Es también muy probable
que aquel Presidente que logre pacificar el país, obtenga una popularidad de
cifras astronómicas que le permita tentar el poder por segunda vez, como en el
caso de Uribe y Fujimori. Pero la historia también nos enseña que aquél que
goza de un poder absoluto e incuestionable, termina abusando de él.
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